Valentina Iturraspe

Un camino vivo

Un Curso de Milagros no es algo para entender de una vez, sino un camino vivo que se revela mientras lo practicamos. Lo que comparto acá no es mío. Lo hago propio cuando elijo mirar con Él.
No busco explicarlo, ni hacerlo más claro de lo que ya es.
Solo sostener el mensaje tal como fue dado.
Comparto para recordar.
Porque mientras lo comparto, también lo recuerdo.
Y en ese recordar, nos encontramos.

INTRODUCCIÓN

Este blog no busca interpretar el Curso ni agregar ideas propias.

Es un espacio donde comparto de manera escrita, algunos fragmentos clave y su proposito, desde una mirada fiel a su enseñanza y al aporte de Kenneth Wapnick.


Recordemos que es un proceso personal

Aunque parezca haber muchas creencias diferentes, en realidad todas se originan en una sola creencia fundamental: la separación. Esta única creencia es la raíz de todas las ilusiones que sostenemos, y deshacerla es el propósito esencial que nos invita a explorar Un Curso de Milagros.
El propósito del Curso no es modificar el funcionamiento del cuerpo ni los patrones externos, sino guiarnos a reinterpretar nuestra percepción para recordar nuestra verdadera esencia.
Como lo venimos viendo, este camino se presenta en dos niveles esenciales: la metafísica, que nos enseña la naturaleza de la Realidad y la ilusión, que viene siendo la esencia no-dualista; y por el otro lado, la práctica o experiencia, también llamada nivel de la forma, que nos guía para aplicar en nuestra vida diaria, ya que nosotros creemos que estamos acá y es algo que no se puede negar. Es fundamental comprender lo que representa cada nivel y cómo se relaciona con nuestra experiencia.
La metafísica nos ofrece una visión no-dualista de la realidad, recordándonos que sólo existe la unidad perfecta con Dios y que todo lo demás —el tiempo, el espacio, los cuerpos y las relaciones— es una proyección ilusoria. Por otro lado, la práctica nos enseña cómo usar esta comprensión para transformar nuestra percepción en cada momento y experimentar paz, incluso en medio de lo que parece ocurrir en la forma.
Todo lo que "vemos", pensamos o sentimos está influenciado por el sistema de pensamiento que elegimos: el del ego o el del Espíritu Santo. Es importante recordar que no vemos con los ojos ni sentimos con el cuerpo; lo que percibimos proviene de la mente y de la interpretación que elegimos dar a lo que parece suceder en el mundo. Los ojos y el cuerpo son herramientas neutrales que simplemente reflejan las decisiones de nuestra mente. Según el sistema del ego, todo lo que vemos refuerza la ilusión de separación; según el Espíritu Santo, todo lo que vemos puede reinterpretarse como un recordatorio de la unidad.
Estos sistemas de pensamiento son formas internas de interpretar nuestra experiencia. Dependiendo de cuál elijamos, nos sentiremos atrapados en el conflicto o guiados hacia la paz. En nuestra vida diaria, el ego nos invita constantemente a validar la ilusión de separación. Lo hace a través del juicio, el miedo, la culpa y la especialidad, desviándonos de la conciencia de unidad, que es nuestra verdadera naturaleza. Sin embargo, cada una de estas experiencias puede convertirse en una oportunidad para recordar que no somos víctimas de lo que ocurre en el mundo, sino los creadores de nuestra percepción. Este reconocimiento no surge automáticamente; requiere práctica, observación y una voluntad constante de elegir nuevamente.
Es acá donde los dos niveles del Curso cobran relevancia: la metafísica nos da una base sólida para entender que todo lo que percibimos como "real" —el tiempo, el espacio, los cuerpos y las relaciones— no es más que una proyección de la mente que cree haberse separado de Dios. La práctica, por su parte, nos enseña cómo aplicar esta comprensión para reinterpretar nuestras experiencias y experimentar paz, independientemente de lo que suceda.

NIVEL I: La Metafísica: La base no-dualista del Curso
El Curso parte de una premisa no-dualista: solo existe una realidad, y esa realidad es la unidad perfecta con Dios. Todo lo demás —los conflictos, el tiempo, el espacio y las diferencias entre los cuerpos— es una ilusión creada por la mente dividida que tomó en serio una idea imposible: la separación de Dios.
Para ilustrarlo, pensemos en el estado de un sueño. Durante el sueño, las personas, los lugares y las emociones que experimentamos parecen completamente reales. Sin embargo, al despertar, nos damos cuenta de que todo era una proyección de nuestra mente, sin sustancia ni realidad. Así describe el Curso nuestra experiencia en el mundo: un sueño generado por la mente que parece real, pero que nunca afecta nuestra verdadera realidad, que es estar en casa con Dios.
Este entendimiento no-dualista nos desafía porque vivimos en un mundo que parece estar basado en opuestos: bueno y malo, correcto e incorrecto, amor y odio. El ego utiliza esta percepción dual para mantenernos distraídos de nuestra verdadera naturaleza. Sin embargo, el Espíritu Santo, desde afuera del sueño, utiliza estas mismas ilusiones para guiarnos de regreso a la Verdad. Nos recuerda que, aunque el mundo parece tener poder sobre nosotros, lo que realmente experimentamos proviene de nuestra mente y de la elección que hacemos en cada instante.
Este nivel metafísico no es algo que podamos comprender completamente desde nuestro estado como humanos, pero su propósito no es que lo "entendamos", sino que lo usemos como una base para entregar nuestra percepción al Espíritu Santo y permitir que Él la reinterprete. Cada vez que elijamos soltar un juicio o liberar un pensamiento de separación, estamos practicando la verdad de esta enseñanza no-dualista, recordando que nunca hemos dejado nuestra unidad con Dios.

Siguiendo con lo que el Curso enseña sobre el origen de la ilusión, esta sección profundiza en uno de los conceptos más conocidos y simbólicos: la “diminuta y alocada idea”.
Desde una mirada fiel al aporte de Kenneth Wapnick, exploramos cómo surge la percepción de separación, cómo se sostiene el sistema del ego, y cuál es el papel del tomador de decisiones en este aparente camino de regreso a la unidad.

Para comprender cómo llegamos a la experiencia de dualidad que percibimos, el Curso utiliza la metáfora de una "diminuta y alocada idea". Este concepto no debe tomarse de manera literal, sino como una representación simbólica que ilustra cómo surgió la percepción de separación. Según esta metáfora, el Hijo de Dios pareció tener un pensamiento que cuestionaba su unidad con Dios: "¿Qué pasaría si me separo de esta perfección? ¿Y si fuera algo diferente, algo especial?"
Es una idea diminuta porque, en el contexto de la eternidad, no tiene peso ni relevancia, y alocada porque desafía la Verdad Absoluta: la separación no es posible. Sin embargo, en lugar de soltar este pensamiento absurdo, la mente decidió explorarlo, y con ello nació la ilusión. Es fundamental entender que esto no es algo que realmente ocurrió, sino una narrativa simbólica que nos ayuda a comprender, desde nuestra percepción limitada, cómo surgió la experiencia del sueño de separación.
Este pensamiento inicial dio lugar a un ciclo que el ego se encargó de desarrollar. Al intentar imaginarse separado de Dios, surgió la percepción de haber cometido un pecado terrible. Este supuesto pecado generó una culpa insoportable, y esa culpa se transformó en miedo: miedo a un Dios vengativo que buscaría castigarnos por nuestra "traición". Este ciclo de pecado, culpa y miedo es el fundamento del sistema del ego, y siempre se manifiesta a través del juicio y la proyección, manteniéndonos atrapados en la ilusión.
Sin embargo, en este mismo punto se encuentra el tomador de decisiones, esa parte neutral de nuestra mente que permitió que esta idea pareciera real y que ahora tiene el poder de elegir nuevamente. Aunque parece que hemos quedado atrapados en este sueño, todavía podemos decidir con qué maestro queremos interpretar nuestra experiencia: el ego, que perpetúa la ilusión de separación, o el Espíritu Santo, que nos guía de regreso al recuerdo de nuestra unidad.
El tomador de decisiones no es una entidad separada, sino una función de la mente que observa y elige. Esta capacidad de elección nos recuerda que seguimos siendo responsables de nuestra percepción y tenemos el poder de decidir cómo interpretar nuestras experiencias.
Este poder de elección, al que el Curso llama el verdadero libre albedrío, no se trata de elegir qué hacer en el mundo de las formas, sino desde qué sistema de pensamiento interpretar nuestras experiencias. Lo esencial aquí no es sentir culpa por elegir el sistema del ego, sino utilizar esa consciencia para volver a elegir desde el amor. Desde esta parte neutral de la mente, podemos soltar el juicio, liberar la culpa y transformar nuestras percepciones en oportunidades de sanación.
El tomador de decisiones es, por tanto, el acceso a nuestra verdadera libertad. Su importancia radica en que nos devuelve el recuerdo del poder que creímos haber perdido: el de elegir con amor y volver a la conciencia de unidad. Este proceso requiere práctica y voluntad. Porque aunque en la Verdad nunca nos separamos, en la forma —donde creemos estar— es donde se nos ofrece la oportunidad de elegir de nuevo.
El ego como sistema: por qué parece real y cómo se sostiene
El ego no es algo que “tenemos”, sino una forma de pensar que elegimos. Y esa elección no es consciente. Se da en un nivel profundo de la mente, donde creemos que realmente nos separamos de Dios.
Desde ahí, se construye todo lo demás.
El sistema del ego se sostiene en tres pilares: pecado, culpa y miedo. Pero no son experiencias separadas. Son un solo paquete. Cuando sostenemos uno, aunque no seamos conscientes, los otros están presentes también. No podés sentir miedo sin haber proyectado una culpa. Y no podés sentir culpa sin haber creído primero en el pecado. Es un solo movimiento mental, que parece fragmentado pero es uno. Y mientras no lo veamos como un todo, seguimos intentando aliviar sus efectos, sin reconocer que todos vienen de una misma decisión en la mente. Es un circuito cerrado, un bucle que se repite una y otra vez. Mientras sigamos creyendo que el origen de lo que sentimos está en lo que sucede en el mundo —en las personas, en las situaciones, en el cuerpo—, el ego logra su objetivo: ocultar que todo está ocurriendo en la mente. Más adelante vamos a ver cómo este mismo mecanismo que el ego usa para sostener la ilusión, también puede mostrarnos por dónde volver. Porque si aparece la culpa, si aparece el miedo, si me estoy defendiendo… ya tengo una pista: estoy pensando desde el ego. Y eso no es un error, es una oportunidad. Observarlo sin culpa ya es un acto de honestidad. Y desde ahí, desde ese instante en que lo miro y no lo niego, puedo elegir de nuevo. De eso se trata: no de pelear con el ego, sino de reconocerlo, y usar cada cosa que surja para volver a la mente que sí recuerda.

  • Pecado: La idea de pecado aparece cuando creemos que hicimos algo imperdonable: nos separamos de la Fuente. Aunque esa separación nunca ocurrió, la tomamos como real. Esa supuesta traición genera un peso que llevamos sin darnos cuenta: “le hice algo a Dios”.

  • Culpa: Como el pecado implica que realmente hicimos algo imperdonable —haber atacado a Dios y separado de la unidad—, ese peso que llevamos lo llamamos culpa, y la culpa es inevitable dentro de ese sistema. Pero no se queda en la mente, porque el ego nos convence de que no podríamos tolerarla si la viéramos tal como es. Entonces propone una “solución”: proyectarla para poder ocultarla. Nos hace creer que, al colocarla afuera —en otra persona, en una situación, en el cuerpo—, ya no está en nosotros. Pero esa proyección no elimina la culpa: la sostiene. Mientras sigamos creyendo que la causa está afuera, no veremos que sigue en la mente, donde fue elegida. Y si no la vemos ahí, no podemos entregarla. Ahí es donde aparece el mundo. Una especie de escenario donde podemos colocar lo que no queremos mirar en nosotros mismos. El "otro" se vuelve el portador de mi pecado, el responsable de lo que me pasa. Creemos que la causa de nuestra incomodidad está en lo que el cuerpo percibe —personas, circunstancias o eventos—, cuando en realidad está en la elección de pensar con el ego. Y así nos alejamos más de la posibilidad de deshacerla.

  • Miedo: Una vez que proyectamos la culpa, nos alejamos aún más de la posibilidad de recordar la verdad. Y eso genera miedo. Miedo a que la culpa vuelva, miedo a que algo nos sea quitado, miedo al castigo. Pero más profundamente, miedo a mirar dentro, porque ahí podríamos descubrir que todo esto —el mundo, el cuerpo, la identidad— es una fabricación. Ese es el miedo real: miedo a despertar. Porque si despertamos, el “yo” que inventamos pierde todo sentido. Y aunque eso es lo que más profundamente anhelamos, también es lo que más tememos, porque deshace por completo al ego.

Jesús conoce este mecanismo a la perfección. Sabe que creemos tener miedo del castigo, pero en realidad le tememos al Amor, porque implica soltar lo que creemos ser. Y no espera que forcemos el cambio ni que eliminemos el miedo. Solo nos invita a mirar todo esto con Él, sin juicio, y a recordar que no estamos solos. Porque el objetivo no es cambiar lo que sentimos, ni negar lo que se activa, sino aprender a transitarlo en paz, sabiendo que lo importante no es la forma, sino desde dónde la estamos mirando.


El tiempo como efecto de la culpa

El tiempo no es algo neutro ni lineal. Es el efecto de la culpa. Surge como una defensa para no mirar el error original: la supuesta separación de Dios. Es el recurso del ego para mantenernos distraídos, mirando hacia atrás (el pasado) o hacia adelante (el futuro), en lugar de volver la atención al presente, que es el único instante donde la mente puede elegir de nuevo.
Así se sostiene el sistema del ego:
  • El pasado se usa como evidencia para justificar una identidad: "la que fue rechazada", "el que falló", "la que sufrió". Desde ahí sostenemos un personaje.
  • El presente se interpreta desde ese guión. No vemos lo que ocurre, sino lo que creemos que significa.
  • El futuro se proyecta como amenaza o como promesa. Siempre con la idea de que algo va a resolver o confirmar lo que creemos ser.
Todo eso parece real, pero solo está sosteniendo la culpa sin que la veamos. Y mientras no la veamos, seguimos atrapados en la línea del tiempo.
Pero lo único que ocurre en realidad es una elección en la mente, ahora. Y es desde este instante —no desde el pasado ni desde el futuro— que podemos volver a elegir.

“La salida no está en cambiar la historia, sino en reconocer que la historia nunca tuvo poder sobre lo que somos”


El Curso no dice que este sistema sea real, pero tampoco nos pide que lo neguemos. Nos invita a verlo sin miedo. A reconocer que esto es lo que el ego fabrica, y que no somos eso. El cambio no ocurre forzando otra emoción, ni “pensando positivo”, sino eligiendo otra forma de ver. No desde la culpa, sino desde la quietud. No desde la defensa, sino desde la confianza. Porque cuando dejamos de correr, lo que estaba escondido se revela. Y ahí empieza el verdadero deshacimiento: no peleando con el ego, sino recordando que no tiene poder sobre lo que somos.
El tomador de decisiones
Jesús no le habla al ego. No se dirige a la parte de la mente que se identifica con el cuerpo o con el personaje. Esa parte no escucha: interpreta, reacciona, y proyecta. Cree que sabe, y que el problema está afuera.
Jesús le habla a la parte de la mente que todavía puede elegir. Ese punto silencioso y desapegado que no tiene forma, ni pasado, ni culpa. Es la capacidad de observar y elegir, lo que Kenneth llamó el tomador de decisiones: la instancia desde la cual decidimos con qué sistema de pensamiento mirar.
No es un personaje espiritual ni una versión más elevada de nosotros. No busca mejorar la experiencia en el sueño, ni corregir la forma. Solo observa y elige con qué sistema de pensamiento quiere ver: el del ego o el del Espíritu Santo.
Todo el Curso está dirigido a esa parte. Porque ahí es donde ocurre el verdadero cambio: no en lo que vivimos, sino en desde dónde lo interpretamos.
Cuando escuchamos desde ahí, Jesús no necesita convencernos de nada. No nos habla para darnos respuestas, sino para recordarnos que podemos volver a elegir. Y esa elección —aunque parezca mínima— es lo único que puede deshacer el miedo, porque corrige la causa donde realmente está: en la mente.
¿Dónde está el tomador de decisiones?
El tomador de decisiones está dentro del sueño, pero no en el mundo que percibimos. Está en la parte de la mente que todavía recuerda que puede elegir. No está despierto, pero sí puede cuestionar la ilusión. (No confronta la ilusión; simplemente reconoce que lo que está percibiendo es una elección, y que puede elegir otra cosa).
Y lo más importante: estamos en contacto con él todo el tiempo. Cada vez que sentimos un conflicto, una incomodidad, una necesidad de tener razón, hay una OPORTUNIDAD de volver a ese lugar y observar. No para corregir lo que sentimos, sino para ver desde dónde lo estamos mirando.
Por ejemplo, cuando me enojo con alguien y justifico mi reacción, hay un momento donde puedo frenar y observar lo que estoy pensando-haciendo. Claro que podemos observar esa necesidad de tener razón, de quedarme atrapada en la historia, de defender mi estado.
Eso es el tomador de decisiones: la parte de la mente que puede detenerse y observar sin juicio, y desde ahí, volver a elegir. No es abstracto. Es un recurso interno simple, aunque muchas veces lo pasamos por alto.
Cada instante en que elegimos detenernos, observar sin reaccionar, sostenernos sin escapar de lo que estamos pensando, y soltar la necesidad de tener razón, estamos en contacto con esa parte.
No se trata de forzar un estado espiritual ni de eliminar lo que sentimos. De hecho, es imposible forzarlo, porque no se trata de lograr algo que no tenemos, sino de recordar lo que ya somos. Este no es un camino de control, sino de honestidad. Se trata de empezar a reconocer cuándo estamos reaccionando desde el ego, y saber que hay otra posibilidad.
Ser conscientes desde el tomador de decisiones no es algo raro ni lejano: es una práctica interna, silenciosa y constante. Es ese instante en el que noto que algo en mí quiere reaccionar, justificarse o quedarse atrapada en la razón... y por más incomodidad que perciba, elijo no hacerlo. Podemos elegir quedarnos presentes, sin apurarnos, y mirar con honestidad.
Ahí empieza el deshacimiento. No desde una lucha contra el ego, sino desde una decisión simple y constante: elegir mirar con Jesús, en lugar de mirar solos.

¿Qué significa “ver de otra manera”?

Cuando el Curso habla de ver de otra manera, no se refiere a cambiar lo que siento, ni a pensar algo más lindo sobre lo que pasó.

Tampoco es justificar, resignarse o hacer como si no doliera.

Ver de otra manera significa darme cuenta de que estoy interpretando desde el ego, y elegir soltar esa interpretación.

Es dejar de ver ataque donde no lo hay.

Es reconocer que no estoy viendo con claridad, y permitir que otra parte de mi mente —la que no está separada— me muestre otra forma de mirar eso.

¿Cómo sé si estoy viendo con el ego?

Cuando creo que el problema está afuera.

Cuando siento que tengo que protegerme, explicarme, defenderme o atacar.

Cuando necesito tener razón.

Cuando me siento víctima de lo que alguien dijo o hizo.

Cuando necesito que el otro cambie para que yo esté en paz.

Eso es ver con el ego.

¿Qué cambia cuando dejo de interpretar desde el ego?

Lo único que cambia es cómo la estoy viendo en mi mente.


Reconozco que estaba interpretando desde el ego, y elijo no seguir por ese camino.

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